La trilogía
Memorias del águila y del jaguar de
Isabel Allende marcó, como muchos otros libros, una etapa de mi vida; sin embargo
tanto el segundo como el tercer libro pasaron más desapercibidos de lo que esperaba
en relación al primero, ya que sus historias se convirtieron en una sucesión constante de lo que
había leído desde el principio, cambiando solo la ambientación, las leyendas y los lugares, y si bien los disfruté nunca pude compararlos.
A veces pienso que al ser una saga que la gran
escritora creó para el público juvenil, el primero me pilló en la edad adecuada,
pero los otros dos no tanto… sin embargo, a pesar de que está claro que la
trilogía en sí misma no es muy digna de mención el primer libro, La Ciudad de
las Bestias, de gran éxito y publicado en varios idiomas, si lo fue y además sigue siendo uno de esos libros mágicos, capaces de
transportarte a otros lugares y de hacerte empatizar y conectar con los personajes.

Todo empieza con esta primera obra donde se nos presenta a Alexander
Cold, un buen chico que encuentra la paz escalando y tocando la flauta, pero
que con 15 años tiene todos los problemas adolescentes echándosele encima: las
clases, los amigos, las chicas… además de ese mal genio que asoma, típico que
todo el que ha sido adolescente conoce, y que le hace perder los nervios con su
familia, especialmente con sus hermanas pequeñas. Sin embargo todo empeora a
gran velocidad cuando su madre, muy enferma de cáncer, debe ingresar en una
clínica especializada para recibir un tratamiento intensivo; ello obligará a la
familia a separarse, haciendo que Alex acabe, a regañadientes, en Nueva York, en
la casa de su abuela Kate, una periodista del National Geographic excéntrica,
gruñona y muy mordaz que le llevará a su siguiente viaje: el Amazonas.